Hoy:

    Semana Santa con sabor a barrio y corazón limeño

    Mario Valencia encarna a Jesús de Nazareth entre escaleras, ceviches y alegría popular en el corazón del Rímac.

    Foto y video: América Noticias

    Cada Semana Santa, en lo alto del Rímac, la fe se viste de túnica, se embriaga de incienso y también huele a pescado frito. Allí, el Cristo Cholo, interpretado por Mario Valencia desde hace 47 años, recorre el cerro San Cristóbal en un vía crucis único en el país: una procesión cargada de devoción, pero también de sabor popular.

    Vestido con túnica blanca y un manto rosado, Mario Valencia inicia el recorrido como lo hace desde 1977, encarnando a Jesús entre calles empinadas, vendedores ambulantes, soldados romanos y vecinos que lo saludan como si fuera una celebridad. “El Señor me da las fuerzas”, dice, mientras camina por las escaleras de Leticia, uno de los accesos más pintorescos hacia la cima.

    El camino está lleno de contrastes. Por un lado, la imagen de Cristo cargando la cruz y, por otro, el ritmo del bongó, los micrófonos abiertos y los vendedores que ofrecen ceviche, huesito a la parrilla, leche de tigre o trucha de Huancayo. “No hay que arrodillarse para tener fe, la llevamos por dentro”, dice un devoto que, entre risas, confiesa que sus pecados “no son tantos como para subir tanto”.

    Leticia, el barrio que viste de colores la ladera del cerro, se convierte en escenario de una procesión popular. Algunos suben por penitencia, otros por promesa, y no faltan los que lo hacen por una buena selfie con fondo celestial. Entre todos, la figura del Cristo Cholo resalta, sudoroso y firme, mientras niños lo miran con admiración, y otros se emocionan al verlo pasar.

    En la cima, se revive simbólicamente la crucifixión. Algunos lloran, otros aplauden. El sacrificio actoral y físico de Mario Valencia se funde con la emoción colectiva. Es un Jesús limeño, de barrio, cercano. Su paso deja una mezcla de reflexión, fiesta, cansancio y tradición viva.

    No hay silencio solemne. Hay calor humano, fritura de picarones y carcajadas. La fe aquí no solo se reza, se baila, se cocina, se canta. En el Rímac, el Vía Crucis se convierte en una experiencia sensorial y comunitaria que mezcla lo sagrado con lo cotidiano, como solo el Perú puede hacerlo.